Los años 50 (fragmento del libro «Por qué estuve en los dos bandos»

En los años 50 la Avenida San Juan tenía aceras muy anchas; estaba adoquinada, con vías de tranvía y “refugios” en los que detenerse al cruzar la calle.

Además de tranvías circulaban ómnibus estatales, blancos y largos. En otras zonas de la ciudad había trolebuses.  Casi todos los autos eran voluminosos y negros. Los taxis se distinguían por su chapa-patente roja.

No recuerdo haber visto semáforos por entonces. En los cruces importantes había garitas en las que un vigilante, con aditamentos blancos en sus mangas para hacerlas más visibles, dirigía el tránsito valiéndose de un silbato.

Desde nuestro local a la calle era frecuente ver largos amontonamientos de tranvías, esperando forzosamente detrás de alguno que se había detenido por alguna falla. Debían quedarse allí, mientras los pasajeros protestaban o salían para continuar a pie, hasta que se pudiera reparar el primero.

En San Juan entre Maza y Boedo estaba la terminal provisoria, con un solo andén de madera, del subterráneo que venía de Constitución.

Ese era nuestro camino hacia un mundo fascinante: el centro.

Algunos sábados por la noche tomábamos el subte con toda la familia, y hacíamos trasbordo en Constitución hasta la estación Lavalle, donde a diferencia de otros sitios había una escalera mecánica, con escalones revestidos en madera, que nos llevaba hasta el nivel de la calle.

Allí nos encontrábamos con ese otro mundo que nos extasiaba: todo era luz, gente amontonada, cines, pizzerías y comercios no vistos en otros lugares. En la 9 de Julio nos quedábamos mirando el Obelisco y los carteles luminosos que cubrían completamente los edificios. En algunas calles había escaparates giratorios, que mostraban un decorado elegante con maniquíes siempre bien vestidos, y luego de unos minutos giraban para mostrar una escena distinta, con otro aspecto y otros artículos.

Puede haber sido porque en la infancia todo nos cautiva más, o porque el país fue empobreciéndose; pero después el centro ya no fue aquel universo de lujo y asombro. No volví a ver escaparates móviles ni rasgos deslumbrantes.

Como había escuchado decir que al centro se debía ir con saco y corbata, me figuré que en algún punto habría vigilantes junto a una barrera para impedir pasar a los que no vistieran así. Cuando se lo comenté a mi padre me corrigió la idea: se iba con saco y corbata por costumbre y respeto, sin necesidad de que nadie lo impusiera.

Vivíamos en una casa de principios del siglo XX, con varias habitaciones alrededor de un patio. Al lado del local de mi padre había un kiosco, atendido por unos vecinos que se pasaban el día en una habitación contigua, cuyo lado de atrás daba a nuestro patio.

Estaba en vigencia una ley por la que no se podían reajustar los alquileres, aunque aumentaban los precios de otras cosas. Por un lado eso nos permitía vivir en más espacio del que dispondríamos en otra situación. Por otro, los propietarios daban todo por perdido y jamás gastaban nada en reparar las casas. Lo que se dañaba quedaba siempre dañado. La única solución era que las reparara por su cuenta el inquilino, en este caso mi padre, que revocaba paredes o soldaba cañerías para que todo se mantuviera más o menos bien.

Lo que no tenía solución eran las goteras. Las habitaciones de mi casa eran altas, con techo exterior de chapa y cielorraso de yeso. Como desarmar techos para cambiar chapas costaría demasiado, las goteras permanecían siempre. La única opción era no dejar nada en esos puntos, colocar baldes y mirar caer la lluvia.

En los años 50 no había irrumpido en nuestras vidas el plástico. Lo único parecido eran los teléfonos negros de bakelita. Teníamos también algunos interruptores de luz de un plástico rígido marrón; aunque los más comunes eran de cerámica blanca, que encendían o apagaban la luz mediante una pieza giratoria. Los cables venían cubiertos de un entretejido de tela.

Y, por supuesto, no se utilizaba plástico en el comercio. Hacíamos nuestras compras en un amplio y concurrido almacén, que sobre una extensa plataforma de madera tenía alineadas bolsas de tela de más de un metro de altura, que contenían todos los productos fraccionables, como azúcar, harina, legumbres, y distintas variedades de arroz y fideos. La gente los pedía por kilogramo o fracción, los empleados del almacén los tomaban con grandes cucharas de aluminio, los pesaban y los envolvían en hojas de papel blanco. Todos los tipos de galletitas, que también se compraban por peso y se envolvían en papel, venían en envases de lata cúbicos con un círculo de vidrio que permitía ver su contenido. Otro componente de aquella escena eran unos largos cajones de madera con la inscripción Bacalao de Noruega, un artículo caro que no recuerdo haber probado. Cuando alguien terminaba su compra le sumaban los importes con lápiz y papel.

No recuerdo ningún otro uso del plástico. Mis juguetes eran soldaditos de plomo y cochecitos de lata o de madera.

Para sacar la basura de la casa usábamos un cajón de madera, de los usados para transportar manzanas, que dejábamos en la acera a última hora de la noche. Poco después pasaba un camión sin ningún artilugio, en cuya parte posterior iba un recolector, de pie sobre los desperdicios, al que su compañero le lanzaba los cajones desde la acera. Luego de arrojar la basura dentro de esa caja del camión, tiraba los cajones cerca de donde habían estado. Los cajones sufrían golpes y de vez en cuando había que cambiarlos, pero nadie se apoderaba del cajón de otro vecino, y cada uno encontraba el suyo para volver a llevarlo a su casa.

Teníamos desde hacía poco una cocina con hornallas y horno de gas, para la que debieron instalarse caños desde la calle. En la sala en que se cocinaba quedaba una mesa de cemento con huecos más o menos cúbicos en los que se colocaba y encendía carbón. Al instalar la cocina de gas habíamos cubierto esos huecos con una plancha de mármol. Mucha gente seguía cocinando con carbón y colocando sus cacerolas sobre esos huecos.

Para alimentar ese método existía la carbonería, un local con altas montañas de carbón contra las paredes, a donde íbamos a comprarlo con bolsas de tela.

Otra forma de comercio hoy extinguida era la provisión de leche. Por las tardes venía el lechero, con grandes recipientes de aluminio en un carro tirado por un caballo que recordaba todos los sitios en que parar. Comprábamos leche por litro, que guardábamos en cacerolas para usar hasta el día siguiente. No recuerdo que en los años 50 nadie tuviera neveras en su casa. Había heladeras comerciales en las carnicerías, heladerías, y en la lechería, a una cuadra de nuestra casa. A veces nos dábamos el lujo de ir allí y tomarnos un vaso de leche fría, que nos parecía la cosa más rica del mundo.

En algunos mercados había establecimientos que producían barras de hielo, donde se sentía un corrosivo olor a amoníaco. Comprábamos barras de hielo cuando hacíamos alguna fiesta.

En nuestra casa organizábamos la fiesta de Nochebuena, a la que venían algunos tíos y primos. Días antes habíamos disfrutado de armar entre todos el árbol de Navidad y, a sus pies, el pesebre o nacimiento. El 25 al mediodía íbamos siempre a la casa de una tía, y la noche de Fin de Año viajábamos todos, con las complicaciones propias de la escasez de transportes a última hora, a la casa que compartían tres tíos y sus familias en Caseros, a la que iban todos los hermanos de mi padre y todos sus hijos.

Nuestra mayor alegría era encontrarnos con nuestros primos. Cenábamos ante mesas con tablas en un largo patio, y como no alcanzaban las sillas colocábamos tablas sobre bancos para extender el espacio en que sentarse.

A nadie se le había ocurrido nunca que por falta de espacio, mesas, sillas o dinero, hubiera que desistir de la fiesta que queríamos. Tampoco se le ocurría a nadie que para recibir a la familia hiciera falta terminar la casa. Disfrutábamos nuestra fiesta entre paredes de ladrillos sin revocar.

En el momento de iniciarse el nuevo año sonaba la sirena de un cercano cuartel de bomberos. Nadie creía que hicieran falta la radio o la televisión para decirnos qué hacer, y todos levantábamos nuestras copas. Mi padre y sus hermanos cantaban juntos canciones italianas de cuando habían comenzado sus vidas, y sentían que su pasado no había quedado atrás.

Como la escasez de transportes no había sido un impedimento para llegar, tampoco lo era para irnos. Simplemente nos iríamos al otro día. Esa noche nos repartíamos en varias habitaciones porque éramos muchos, tendíamos mantas y sábanas en el suelo y, sin pensar en qué había ni qué faltaba, nos tendíamos a dormir. Al día siguiente continuábamos la fiesta e íbamos a visitar a otra gente. Más tarde volvía a haber transportes.

En épocas posteriores no persistió la misma disposición a abrir la casa a los seres queridos, a estar juntos y a festejar en las circunstancias que hubiera.

La infancia me pareció, y tal vez les haya parecido a muchos, un amanecer en que todo era juego, tranquilidad y belleza. Cuando adquirí capacidad de pensarlo me di cuenta de que no fue que hubiéramos disfrutado de una época dorada. El mundo fue como siempre había sido; pero sucede que los encargados de preocuparse son los adultos.

Otro recuerdo que se empeñó en quedarse conmigo fue el de los cortes de luz.

En nuestra casa, como los demás en las suyas, reiteradamente nos quedábamos a oscuras, y como consecuencia no podíamos escuchar la radio. Nuestra radio consistía en un mueble de madera, de unos treinta centímetros de ancho por cincuenta de alto, con grandes válvulas que tardaban algunos minutos en calentarse y empezar a funcionar.

Cuando se cortaba la luz encendíamos velas y, sin nadie diciéndonos nada desde otro sitio, hablábamos entre nosotros.

Entonces nos encontrábamos con eso que siempre habíamos tenido sin darnos cuenta, pero era lo más valioso y digno de escuchar. Nos contábamos cualquier cosa que hubiera pasado en el día, o cómo eran los vecinos y la gente, o qué nos gustaría hacer o llegar a ser alguna vez.

Aunque fuera para decir tonterías, valía más, me gustaba más, porque en esos momentos todo era estar con y ante mi familia; los veía y escuchaba, y me escuchaban a mí, en vez de escuchar a los de fuera.

Pareciera como que en un principio nadie se atreviera a hablar de sí mismo, y empezaba por cualquier insignificancia vista o escuchada. Al cabo de un rato la conversación iba a parar a lo que más le importaba a cada uno, y una circunstancia que no habíamos decidido terminaba llevándonos a lo que más necesitábamos.

De pronto, cuando menos lo pensábamos, se encendía la luz, y la realidad exterior volvía a imponérsenos.

Y me venía algo así como un relámpago de tristeza. Se acababa sin elección el estar nosotros con nosotros. Era como si por un rato nos hubiéramos encontrado con lo realmente valioso, y repentinamente esa magia fuera desgarrada por una claridad insolente, insensible y pobre.

Me caía mal que se levantaran inmediatamente a encender la radio, como si valiera más la pena.

(Más información sobre «Por qué estuve en los dos bandos» en

https://www.albertozamuner.com/porque)

Publicado por albzamunergmailcom

Escribo sobre qué pasa en las personas y en las sociedades.

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