¿Existe el pesimismo?

Todos hemos escuchado a más de un pesimista, y cuando hablamos de pesimismo tenemos claro de qué se trata.

Y nos tomamos el caso como si se tratara de una enfermedad, de un fallo espiritual que cae sobre alguien y condiciona todo lo que piensa y habla.

Pero algo nos dice que nuestras actitudes no pueden ser pura cuestión de azar, ni que a alguien le tocó ser pesimista como le podría haber tocado otra cosa.

Cuando miramos más a fondo nos damos cuenta de que las conductas humanas no se contraen por efecto de algún virus que anda cerca. Tienen que provenir de rincones más íntimos de la persona.

Al hurgar en esos rincones más íntimos nos encontramos con que eso que llamamos pesimismo no es una causa inicial sino una manifestación, un recurso que sale a relucir por obra de disposiciones más profundas.

En líneas generales hay dos motivaciones que nos mueven a los clásicos comentarios pesimistas.

La primera nace de uno de los rasgos más básicos de todo ser vivo: la tendencia a ahorrar energía, a no moverse, a no molestarse.

Cuando lo que más importa es no molestarse, la mente es muy hábil para disponer todos sus contenidos al servicio de esa preferencia.

Así, cuando se comenta la opción de trabajar para algún objetivo, la primera y más rápida respuesta es que es mejor no tomarse ese trabajo porque va a salir mal.

La vida en que se desemboca con esta actitud no es para nada agradable; pero quien da prioridad a ahorrar energía consigue de ese modo lo que más le importa: vivir sin hacer nada.

Obedecer a este principio lleva a sentenciar que no solo va a salir mal lo que alguien nos proponga, sino la totalidad de lo que ocurre; ya sea la propia vida, la vida de los demás, el futuro de la sociedad que se habita o la marcha general del orden cósmico.

El pesimismo de alguien así no es un virus que pasaba por ahí y se quedó en su mente; es el recurso perfecto para evitar que los demás lo molesten con la idea de tomarse algún trabajo. Ningún objetivo es más valioso que el que ya consiguió: una vida sin esfuerzos.

La otra razón de ser del pesimismo nace de otra aspiración básica: el afán de ser el mejor, de prevalecer sobre otros individuos.

En las formas de vida más complejas, entre ellas nosotros, existe en cada individuo la finalidad de destacarse por sobre los otros en el grupo en que vive, de sentir que tiene poder. Esto le abre el camino hacia ser elegido a la hora de aparearse y reproducirse.

Este instinto puede llevar a la superación personal y al logro de objetivos. Pero cuando alcanzar objetivos resulta demasiado complicado suele haber dos opciones para no terminar demasiado frustrado: una es la de quedarse sin hacer nada y convencerse de que cualquier otra cosa es imposible (el ya comentado pesimismo pasivo); la otra es querer demostrar que uno es mejor mediante la imposición sobre los demás, por la vía de anularlos o eliminarlos. Y cuando esto no es posible, conformarse con vivir golpeándolos.

Como en la especie humana existe la capacidad de hablar, esta pasa a desempeñar un papel central al servicio de ese instinto básico.

Quien se acostumbra a ese recurso responde a cualquier iniciativa o aspiración de los demás con fuertes insistencias en que va a salir mal todo lo que se propongan.

Como no le gustaría que otro logre algo importante y muestre ser más capaz que él, siempre le dirá que no vale la pena intentar eso que se propone, que no se puede, que quien persigue una meta no es una persona virtuosa, sino un incapaz que se alimenta de fantasías.

Con ese esquema desarrolla un sentimiento de superioridad, y busca demostrar a todos, o en su defecto demostrarse a sí mismo, que los demás son ingenuos y él es realista.

Y cuando no consigue hacer desistir a los otros de sus sueños, se aferra al consuelo de golpearlos, de sentirse fuerte al verse capaz de lastimarlos o hacerlos sufrir.

Cuando este tipo de pesimistas no consiguen su objetivo en tal confrontación, pasan progresivamente a mayores niveles de furia y agresividad contra esos seres que no pudieron ser aplastados por lo que les dijo.

Quien quiera vivir su vida, y sienta que vale la pena encaminarse hacia algún objetivo, desperdiciará su tiempo y se maltratará a sí mismo si intenta convencer a los pesimistas.

Para librarse de ese padecimiento hace falta descubrir que el pesimismo no es una enfermedad contraída al azar, sino un arma a la que apelan las motivaciones más profundas de muchas personas.

A los pesimistas no hay que convencerlos: hay que evitarlos.

Publicado por albzamunergmailcom

Escribo sobre qué pasa en las personas y en las sociedades.

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