Lo demasiado repetido en España

Por mucho que se repita el mismo espectáculo, sus promotores no parecen cansarse.

El gobierno de España persiste en tomar medidas para caer bien a los que quieren recibir dinero hoy, pero no prestan atención a qué consecuencias traerán esos regalos en algunos meses o años.

Lo que suele llamarse un conflicto entre izquierda y derecha, en el fondo es una confrontación entre los que piensan a corto plazo y los que piensan a largo plazo.

Hay partidos que no quieren un país de corto plazo, en el que se festeje repartir cualquier cosa deseable sin pensar con qué pagarla, y ni bien se vislumbra el problema de cómo pagar le responden como siempre lo hacen los irresponsables: negándose a pensar y postergando las consecuencias para más adelante.

Quienes se dan cuenta de la gravedad del problema, y podrían estar llamando a un futuro en que no siga creciendo, se dedican cada día a un entretenimiento muy mezquino y demasiado repetido: mencionar, o inventar, desaciertos minúsculos y cotidianos del partido que gobierna.

En vez de asumir el rol de partidos con otras propuestas se quedan con la pobre y superficial denominación de oposición, y parece no entrarles en la cabeza otra finalidad que la de oponerse.

Y se oponen a cualquier cosa que haga el partido gobernante, incluso a las que estando en su lugar elegirían también ellos.

Uno enciende el televisor y se encuentra invariablemente con el jefe de la oposición lanzando ataques contra el gobierno por la última frase que pronunció, por a quién recibió o a quién fue a visitar, por la sustitución de un ministro —aunque se haya ido por razones de salud o para dedicarse a otra cosa—, o porque el presidente sonrió en un caso en que no había que sonreír.

Esta sucesión de ataques es efecto de una suposición superficial pero muy persistente: la de que para acceder al poder hay que quitarle votos al otro. De tanto hacer fuerza para quitarle votos al otro, de tanto inventar acusaciones a partir de los detalles más tontos, el que recurre a eso acaba quitándose votos a sí mismo; porque lo que menos gana es confianza. Nadie confía en que alguien que vive sacando trapos sucios pueda ser el gobernante que construirá un futuro mejor.

Es natural que la gente, que quiere ver soluciones en vez de escuchar disputas, se sienta decepcionada y desalentada, que como efecto de ese cansador espectáculo deje de creer en la política, como si la política no fuera otra cosa que esa sucesión de feas escenas, o, peor aún, como si la política no importara.

Hay ganas de dejar de encontrarse cada día con todo eso; y esas ganas tienen mucho sentido; porque todo eso no es una lucha entre alternativas a elegir para hacer un país mejor: es ni más ni menos que una sucesión de agresiones entre mediocres.

Hay tantos mediocres en acción y en escena, que para mucha gente ha desaparecido la diferencia entre ser mediocre y ser político. Ha nacido y crece una nueva forma de discriminación: creer que los políticos son esencialmente mediocres, miopes y mezquinos.

Esas feas escenas no son culpa de los políticos; sus protagonistas son los mediocres.

Como en el fondo creemos en el ser humano, confiamos en que existen los no mediocres, y que algunos de ellos pueden militar en el terreno de la política.

En manos de ellos queda la responsabilidad de presentarse como una alternativa digna de escuchar y de votar, la responsabilidad de no generar fastidio sino entusiasmo, la responsabilidad de mencionar las medidas concretas con las que el país puede empezar a funcionar mejor.

Hasta ahora no las escuchamos porque todos los protagonistas están ocupados hablando mal de los demás.

Pero es posible tomar otro rumbo.

La política siempre fue y pudo ser otra cosa. Es hora de empezar a ser fieles a lo que necesitamos.

Publicado por albzamunergmailcom

Escribo sobre qué pasa en las personas y en las sociedades.

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