La necesidad de comunicarnos

Viajamos a descubrir nuevos paisajes y queremos ir acompañados. Tomamos fotos y necesitamos a alguien a quien mostrárselas, y a alguien a quien contarle lo más importante que sentimos.

Una película o un libro nos entusiasman y nos empujan a convencer a los demás de que no deben perderse algo tan bueno.

Cuando llega a nosotros una idea poderosa y reveladora, nos sentimos poco menos que obligados a trasmitirla.

Hablamos con amigos en un bar, hasta que nos entristece que alguno tenga que irse o nos echan porque van a cerrar.

Nos enfurecemos cuando alguien no reconoce como bueno lo que creemos bueno nosotros. Sentimos una necesidad imperiosa de que todos reconozcan cuál es la verdad.

Por vaya a saber qué, a la par de nuestros instintos más básicos se despliega una todopoderosa e incontenible necesidad de comunicarnos.

La telefonía móvil determinó que la necesidad de comunicarnos se extendiera sobre el ya desaparecido tiempo vacío de cuando andamos solos por la calle.

La era informática determinó que no quedemos limitados a comunicarnos con los que están cerca.

Es cierto que con esto creció la inclinación a volverse incapaz de estar con uno mismo. Es una lamentable pérdida de humanidad, que en última instancia no es nueva, porque antes se aferraba a la radio portátil o el walkman.

De todos modos, no es una confrontación entre lo bueno y lo malo. Es bueno estar consigo mismo y también es bueno comunicarse.

¿De dónde nos viene la necesidad de comunicarnos? ¿Por qué no aguantamos descubrir algo bueno y quedarnos sin hacérselo saber a otros? ¿Por qué no aguantamos vivir sin dar consejos a otros para evitar los males?

Si queremos contestarnos sin decir que esto fue determinado por una voluntad superior o externa al hombre, hay ciertos indicios en nuestro lejano pasado.

Alguna vez los humanos empezaron a emitir sonidos con un determinado significado. Esto les sirvió para realizar mejor su ocupación más necesaria: juntarse entre varios y salir a cazar. Comunicarse mejoró sus posibilidades de colaborar entre varios y cazar una presa demasiado grande para uno solo, y las de perfeccionar las armas con que lo hacían.

Al relacionarse unos con otros, nació la posibilidad de beneficiarse todos a la vez, y todo hace suponer que alguien descubrió otra posibilidad: aprovechar el trabajo de otros en beneficio propio.

Ahí las incipientes sociedades descubrieron que algunas cosas no se debían hacer, y eso acentuó la necesidad de comunicarse para ir estableciendo normas de convivencia.

Cuando los cazadores se reunían a disfrutar su comida alrededor del fuego nació la costumbre de contarse historias, en las que se asentó la finalidad de trasmitir un mensaje sobre qué se debía y qué no se debía hacer al convivir con el resto del grupo.

Así, en esas historias comenzó a haber buenos y malos.

La persistencia en la tradición de contar historias demuestra que tras ella está actuando una necesidad. Desde aquellos tiempos se intenta que los nuevos integrantes de la sociedad distingan entre lo que se debe y lo que no se debe hacer. Vivir en sociedad nos trajo beneficios, y en seguida nos dimos cuenta de que si alguien no cumplía con determinados principios se volvía peligroso, y que el mayor peligro era que vivir en sociedad empeorara la vida en vez de mejorarla.

De ahí la insistencia de contar historias de buenos y malos, y la necesidad de que los más jóvenes aprendieran la lección.

Cuando los cazadores pasaron a ser agricultores, pastores, artesanos y guerreros, las normas para convivir se volvieron más complejas, y la necesidad de comunicarlas fue mayor.

Cuando el conocimiento ganó cada vez más influencia en la posibilidad de mejorar la vida, fue todavía más necesario trasmitir experiencias e ideas de unos a otros. Sin comunicación no hay cultura; y sin cultura el humano vuelve a ser animal.

Poco a poco, el conocimiento de las cosas y las actividades intentó ser el conocimiento del todo y el conocimiento de la vida. Hubo filosofía, buscando entender la totalidad de lo existente; y un área de esta fue la filosofía sobre cómo vivir mejor en vez de vivir peor.

Llegar tan lejos con el pensamiento lleva a su extremo la necesidad de decir a otros lo que se piensa.

Además de nuestra vocación por el bien y la verdad creció nuestra vocación por la belleza. Además de agricultores, industriales y guerreros, hubo artistas. Y en el arte es donde menos sentido tiene crear sin comunicar, donde menos se aguanta quedarse sin mostrar lo que se hizo.

Las películas, canciones y libros pueden convertirse en un negocio, un medio de obtener bienestar económico; pero tal vez ninguno de sus creadores dejaría de crearlos si nadie le pagara. Seguiría necesitando comunicar; porque una obra de arte es ni más ni menos que una comunicación.

La convivencia y la comunicación no solo sustentan ese ámbito habitable que llamamos sociedad, sino que aseguran, enriquecen y embellecen nuestra vida particular.

Como llevamos miles de años comprobando ese beneficio, nos nació la tendencia, casi transformada en instinto, a comunicar todo lo bueno que descubrimos. Si otros descubren lo mismo habrá sociedad, y lo que sepan ellos nos beneficiará a nosotros.

Como todo lo que nos propone el instinto, comunicarnos nos produce satisfacción. Disfrutamos de ir a contarle algo a otro, de que se entere de todo lo maravilloso que descubrimos, de que se siente a charlar y nos trasmita todo lo bueno que descubrió él.

También nos sentimos necesitados de hablar sobre lo malo; porque con eso ayudamos a que los otros se protejan.

Como comunicarnos significa más vida, es fácil deducir que quienes no disfrutan al comunicarse tienen un problema con la vida. Por algo que anda mal le temen a la vida, no la disfrutan, y como efecto parece que comunicarse no les representa nada.

Ante quienes se hunden en esa fea situación, los demás tratan de intervenir precisamente comunicándose con ellos.

También sucede que comunicarnos no siempre nace de un instinto auténtico de hacer el bien al conjunto. Muchas veces hablamos para que nos admiren, para destacarnos y ser vistos como mejores que otros.

Esto suele enturbiar la comunicación, y despierta como reacción positiva la intención de decir algo para contrarrestar esa tendencia.

Tanto para evitar el mal como para que el bien sea más bien, permanece en nosotros ese impulso casi ciego a decirles algo a quienes nos rodean. Presintiendo que no hacerlo significaría una pérdida.

Sabemos que nosotros, y quienes nos rodean, nos iremos alguna vez de este mundo. Pero, como vemos todo eso que nos dejaron los que estuvieron antes, queremos intervenir para agregar riqueza a ese tesoro colectivo que vamos dejando para los que lleguen.

Publicado por albzamunergmailcom

Escribo sobre qué pasa en las personas y en las sociedades.

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